3.2.11

El espíritu del dragón

Su caballo se detuvo cuando el valiente caballero tiró ligeramente de sus riendas. Tenía sed. Desmontó y se agachó a la orilla del río para beber. Su noble semblante se reflejó sobre sus aguas cuando se quitó su oxidado casco. Durante años había dado caza a todo dragón que había aterrorizado a cualquier pequeña población a lo largo y ancho de aquel viejo continente.

Podría haber contado sus hazañas, su intrépidos asaltos a guaridas, cuevas y montañas, donde los dragones moraban. Era una pena que los caballeros cazadores de dragones no supieran leer ni escribir. Su espada era su pluma y los corazones de las bestias su único papel. Su piel tenía, en forma de cicatrices, la marca de cada dragón que había derrotado.

Al principio era fácil. Sólo había que esquivar el fuego que lanzaban, aquellas endemoniadas bestias y apuntar al centro de su pecho cuando entre llamarada y llamarada, paraban un segundo a respirar. Pero a medida que los dientes de dragón iban colgando de la silla de montar, de su fiel corcel, sus temores iban en aumento.

-Al próximo puede que no consiga darle caza- Pensaba.-Ya no soy tan joven y ellos cada vez son mas listos.

Lo que aún no había averiguado el Caballero era que los dragones jóvenes eran más inexpertos que los viejos, y aunque su fuerza era mayor, los viejos eran más precavidos y sabios. Habían aprendido a observar a los humanos. Habían aprendido que los corazones de los hombres eran débiles y con cada dragón que moría, los humanos adquirían los pecados que estos habían guardado en su corazón. El espíritu de un dragón no moría jamás, tan solo cambiaba de morada.

Hacía unos meses había oído a un granjero contar historias de dragones milenarios. Mantenía que muchos de ellos sólo eran portadores de nuestros mas horribles pecados.

-Mire viejo- le dijo el caballero en aquella desaliñada taberna del pueblo donde se alojó durante un tiempo- Matan nuestros rebaños, queman nuestras casa, arrasan nuestras cosechas. Son una plaga que debemos exterminar.

El granjero apuró su bebida y suspiró con resignación.

-Cada vez que se llevan una oveja, dejan a un niño con vida. Cada vez que queman una casa, dejan en pie un pueblo. Cada vez que arrasan un huerto dejan en paz nuestros graneros- se levantó despacio- Mata al último dragón y nosotros mismos nos robaremos unos a otros, nosotros mismos quemaremos la casa del vecino y seremos nosotros mismos los que arruinemos nuestras cosechas. Porque sus corazones derramarán sobre nosotros la ira, la envidia y maldad que durante años ha permanecido encerrada en ellos. Ya no seremos nosotros contra ellos.

-¡Seremos nosotros contra nosotros!- Dijo exasperado el Caballero- lo has repetido durante horas.

Miró a los ojos al viejo. Estaban tristes y cansados. Grandes surcos cruzaban su frente y sus labios, llenos de grietas, contenían un cierto temblor. Algo, en aquella profunda mirada, de tristeza le hizo detenerse a pensar si aquel viejo tendría razón.

-¡Deja de incordiar!- Le gritó el tabernero al granjero- Este caballero ha matado a tu querido dragón. Ese al que sólo tú oías llorar por las noches ¡Viejo Loco! ¡Estamos mejor si él!

Antes de que atravesara la puerta, el caballero le detuvo.

-¿Has oído llorar a ese dragón?

-He de volver a mi casa, mi familia me espera- se limitó a contestar.

El caballero le siguió hasta su carro. Le vio acariciar a su caballo y darle un trozo de manzana que llevaba en el bolsillo. Antes partir, aquel viejo loco, se volvió al caballero.

-Los dragones hablan, cantan y lloran- le dijo- Cuentan su historia, cuando su muerte se acerca. Se lamentan por la carga que han de llevar y que serán desterrados de toda su realidad. Heredaremos su maldad cuando desaparezcan de la tierra. Sólo un humano logrará esa hazaña y sólo uno oirá su condena. Me temo que tu destino como caballero ha sido ya marcado junto al destino del último dragón.

Y dicho esto emprendió el camino a casa.

El agua del río estaba tan fría que casi helaba la cara. El deshielo había comenzado, la primavera había irrumpido en el bosque llenándolo todo de verdor . La suave brisa traía el frescor de las montañas y los pájaros trinaban con fuerza. Un lago cercano llenaba de serenidad el valle.

El atardecer trajo la noche y con ella el anhelado descanso. Encendió fuego y se acurrucó a la vera del tronco de un frondoso árbol para conciliar el sueño.

El rescoldo de la hoguera aún crepitaba cuando el caballo empezó a cocear y relinchar. El caballero se despertó en un sobresalto y corrió hacía su fiel compañero. Agarrándole de las bridas trató de calmarlo.

-¿Qué pasa viejo amigo?- dijo acariciándole el lomo- ¿Has oído algún lince merodeando?

El bosque estaba oscuro, y salvo por los grillos no oyó nada más. Miró hacia el lago. El leve reflejo de la luna delataba la bruma que se arremolinaba en la superficie. Todo parecía estar en calma, pero el nerviosismo de su caballo le había estar alerta.

Echó leña al fuego y lo avivó con un soplido. Volvió a su lecho bajo el árbol, agarró fuertemente su espada y se sentó dispuesto a pasar la noche en vela.

Pasadas unas horas le venció el sueño. De las profundas aguas del lago emergieron unos ojos brillantes y como un susurro del viento, un canto surgió como un lamento.

"Noble es tu corazón caballero
pero mucho odio has heredado
mañana la muerte me acecha
y el espíritu de este viejo dragón
no os traerá mas que la contienda"

Al día siguiente el caballero dio caza al dragón y aquella hazaña fue por mucho tiempo recordada. Con el paso de los años, simplemente pasó a ser leyenda.

Y en el aire de la tierra aún se oye el canto, en forma de lamento, de aquel viejo dragón, cuando los humanos hacen estallar otra guerra...

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